Nueva portada

El dibujo de la portada del blog fue realizado con el mayor de los cariños por FerchuM, quien se hace responsable de las críticas que puedan existir contra los garabatos antes mencionados.
La obra es en papel A4 borrador del laburo (detrás hay un proveído que el juez nunca firmó), y la pintura es a base de lapicera negra parker, birome bic negra y liquid paper gastado.
Téngase en cuenta al momento de la crítica que este miembro del grupo carece de conocimientos de dibujo, de caricatura, de perspectiva, de arquitectura, de filosofía, de política, de negocios... resumamos en la idea de que carece de conocimientos en general.
Por otra parte, si ud. es miembro del grupo y no se encuentra en el dibujo no implica que haya sido olvidado, sino que es cuestión tal vez de abrir un poco la imaginación y pensar: "mmm... ¿ese seré yo?"

viernes, 27 de febrero de 2009

La felicidad a cambio de un ambo

Era el día anterior. Había manifestado mi imposibilidad de asistir, pero algo en mí me decía que debía ir. ¡Cómo perdérmelo! No podía permitírmelo. Pero, cómo solucionar ese inconveniente, ese complicado problema del horario laboral... Necesitaba escaparme una hora por lo menos del trabajo, y no había pretexto válido. Podía pedir un favor, lo que se dice un permiso "de onda", pero más que eso, no. ¿O sí?
La decisión la tomé el día anterior, tirado en la cama mientras con una concentración envidiable miraba el techo. "¿Y si madrugo?", oí que mi voz interior proponía. Mi cuerpo rebatía al instante, "ni lo pienses!", y yo ahí, que sí, que no... Porque podía salir bien, pero y si salía mal? Si madrugaba y después me saltaban con que no porque tal cosa o porque tal otra, habría perdido una hora de mi sueño como un gran boludo... Tal vez no era la solución más propicia, pero existía acaso alguna otra solución.
Me decidí a madrugar.
A las seis sonó el despertador. No llegué a entender la canción que sonaba en la radio, me encerré en el baño directamente para ducharme y despejarme un poco. Hubiese querido cantarme algo al son de las gotas y el vapor, pero era muy de madrugada, y todo el edificio me odiaría. Trabajé toda una hora y media sin parar. Estaba hecho una máquina, una fiera, un tubular killer de burocracias, y todo con un propósito: que no tuvieran excusas para impedírmelo. Se hizo el momento, sentí que era el momento, y no dudé en encarar a mi jefa con el afecto y respeto que siempre le dedico y manifestarle, ya no solicitarle, sino expresar una simple declaración de una decisión ya tomada, que saldría por una hora, esa hora que había ganado entrando una hora más temprano que el resto de la oficina, y que tenía el trabajo al día. No faltó más. "Andá, no hay problemas", me dijo y, viendo que ya faltaban cinco minutos para las nueve, me largué a las apuradas, cazando casi con los dientes una factura al azar del montón, corriendo escaleras abajo, bajando a las corridas al subte línea D que me transportara a Medicina, con la cámara de fotos en el bolsillo, lista para disparar. ¿Estaría llegando bien? No era tan tarde... seguro que Nati todavía estaba en su casa, pensé. Además, ¿a qué hora empezaba el examen? ¿A las ocho y media? ¿O era a las siete y media? El horario era fundamental. El horario y las ganas de estar entre los primeros para rendir. Pero sí, si se trata del profe, qué miedo ni que ocho cuartos... no me van a decir ahora que al Ernest en su último examen le va a agarrar pánico escénico... No, eso no se lo cree nadie...
En la plaza, en círculo, con bolsas y expectativas, algunas caras conocidas me indican que todo está preparado para el festejo. Agus, Vani, Ari, Bren, Tatu. Toda una pequeña comitiva del grupo. En la vereda de enfrente, reconozco otras caras conocidas.
Tatu hizo mención de los avances obtenidos con los aprendizajes de los recibimientos anteriores. "Estoy mejorando la técnica, esta vez traje un engrudo". Mencionó los ingredientes y enseguidita deseamos no estar en el lugar del ruso. Estábamos hablando de todo esto cuando oigo que alguien dice: "Ahí viene". Al voltear lo veo venir, con su ambo blanco Ala, y con una sonrisa de oreja a oreja. Camina rápido, seguido por la madre y amigos. Cruzamos para saludarlo y felicitarlo. No habíamos terminado de saludarlo y ya estaba en la plaza, listo, dispuesto a ser enchastrado. En su cara se notaba que estaba listo para recibir lo que fuera, que ya no le importaba nada, y así fue que cada huevo, cada barro, cada mancha obtenida era un milímetro más de sonrisa en su rostro, un: "Vamos, mierda, ¿esto es todo el arsenal que tienen?".
-Tirale el engrudo -le dije a Tatu, quien miraba con cierto temor a la bolsa en la que lo traía, como si adentro tuviera un mandril asesino.
-No, mejor no...

-¿Tienen algo para tirarle? -preguntó un muchacho con un ambo azul que, al parecer, tenía bastante práctica en destrucción de recibidos.

-Sí, pero no se anima -dije acusando con mi índice a Tatu y luego señalando la bolsa.

-¿Qué hay ahí dentro?
-Un engrudo -respondió Tatu.

-Damelo.

Desprendió la tapa del envase térmico de telgopor que lo contenía y de inmediato arremetió contra Ernesto, tal vez no con el resultado más deseado, es decir, el más asqueroso. Cuando ya no quedaba nada para tirar, llegó Nati, apurando el paso porque se acababa de dar cuenta que llegaba tarde. Inmediatamente nos saludó, mientras Ernest se cruzaba de brazos y miraba la hora para ver cuanto tardaría en caerle algo más encima, y entonces vino un poco más de polenta y unos huevos para la decoración final. Un par de recortes en el ambo, un corazón en el pecho, cosa de mostrar su veta romántica. Y fotos por aquí, y fotos por allá.
El ruso, luego de una carrera meteórica, se recibió de médico y el grupo adquiere un nuevo profesional, otro peón más que después de cruzar el tablero se convirtió en reina (sin ánimos de tomar la expresión de manera literal). Por ello, felicitaciones al Dr. Ernest por el gran logro conseguido!


El ruso Salzman sonríe feliz mientras luce un sombrero de cáscara de huevo, el corazón marcado en el pecho, y un collage de colores y texturas sobre su ambo tajeado.

domingo, 15 de febrero de 2009

Rompiendo moldes

por "Teseo" Birman


Además del elemento lingüístico, este viaje tiene un componente que podríamos llamar emocional. Claramente, todo momento, cada segundo de la vida tiene su aspecto psíquico. Pero las vivencias grosas acentúan ese vértice y se observan mejor desde él. Estamos de acuerdo en que aventuras como la presente dejan una marca en quien las vive, más o menos profunda, pero indudablemente la dejan.

Yo no me considero tímido, ni siquiera inseguro. Al menos no lo soy en mis experiencias cotidianas. Creo que mis excesivas preguntas o rodeos antes de tomar ciertas decisiones se deben a un exceso de escrúpulos. No a timidez o inseguridad, sino a escrupulosidad. Y en varios momentos me pregunté si, quizás, este viaje me podría ayudar a modificar esa faceta.

En lugar de responder con un «sí», «no» o «más o menos», voy a contar algunas anécdotas para que cada uno saque sus conclusiones.


Anécdota Nº 1

En determinado momento, me llegó una citación para una visita médica. Absolutamente normal. Yo sabía que para obtener mi permiso de residencia tenía que pasar por ello. La consulta era en la ciudad de La Rochelle, la capital del departamento al que pertenezco, a 120 km. de Jonzac.

Semanas atrás, en Poitiers, capital de mi provincia, había conocido a los asistentes de español que trabajan en ella, y con varios habíamos intercambiado las direcciones de mail. Al lado del nombre y el correo de los asistentes, coloqué su nacionalidad y la ciudad donde trabajan.

Pues bien, al ser citado en La Rochelle, decidí escribir a la única asistente de allí cuyo correo había registrado (lo normal es que en cualquier ciudad haya varios asistentes, y de por lo menos tres idiomas, y no dos, uno de español y otro de inglés, como aquí): una chica mexicana llamada Margarita.

Tenía un remoto recuerdo de dos chicas mexicanas con las que había hablado en Poitiers el 2 de Octubre, pero lo concreto es que no tenía idea de quién era Margarita. De todos modos, le mandé un correo, y resultó que también ella había sido citada el 23 de Octubre, de modo que nos encontraríamos en el consultorio del médico.

Pues bien, muerto de sueño y de frío, estaba en la sala de espera; naturalmente, el médico estaba atrasado y yo seguía esperando sumamente embolado. Había, también, una asistente inglesa, un yanqui, y una rusa (que obviamente se llamaba Tatiana). Entró la inglesa al consultorio, el yanqui hablaba con otro paciente, francés, sobre la inminente elección en yanquilandia (hablaban en francés, de modo que yo entendía, y era muy gracioso ver cómo el francés defendía fervorosamente a Obama mientras el yanqui no sabía cómo ocultar que era republicano y disfrazarse de demócrata). La rusa, por su parte, se quejaba de haber buscado hoteles en varios lugares (las vacaciones empezaban al día siguiente), consiguiendo habitaciones dobles pero nadie que la acompañara.

En eso entraron dos chicas, que hablaban español. Nos pusimos a charlar, en especial con una de ellas. Me dijo que trabajaba y vivía en La Rochelle, en el mismo departamento que la otra asistente de español presente, y que la asistente rusa.

En determinado momento del diálogo, le pregunté:

-Y Margarita, también trabaja acá, ¿no?

-Sí, sí, yo soy Margarita.

Pasando olímpicamente por alto la incómoda situación en la que yo mismo me había colocado, dije alguna tontería para hacer avanzar el diálogo y poder llegar a donde quería.

Entre los muchos lugares cercanos que me habían sugerido visitar, La Rochelle era uno de los más destacados. Los alumnos me lo habían recomendado, y las imágenes que había visto eran muy atractivas. Sin embargo, como contrapartida, me habían advertido que era muy caro.

Si bien el precio de la noche en el albergue para jóvenes no era excesivo, nada mejor que lo que es gratis. De modo que, en cierto momento, me decidí y pregunté a Margarita (a quien, insisto, veía por segunda vez y sólo había reconocido diez minutos antes) si, en caso de visitar La Rochelle, podría dormir en el departamento donde ellas estaban. Me contestó que en principio no habría problema, pero que debería consultarlo con sus convivientes.

Así pues, llegó mi turno, fui revisado, me congelé mientras me hacían la radiografía de tórax, y comprobé por enésima vez, durante la prueba de vista, que no veo un carajo. Obtuve mi constancia de control médico, salí, saludé a Margarita, me llevé su promesa de un posible alojamiento, y me fui rajando a la estación (el intervalo entre entre los dos siguientes trenes a Jonzac era de cinco horas).

Días después, de vacaciones en París, mandé un mail a Margarita, preguntándole si había hablado con sus compañeras. La cuestión es que tardó un montón en responderme. Primero, me dijo que se había olvidado. Finalmente, me dijo que la asistente chilena no tenía drama, y que no haía hablado con la rusa y la escocesa pero suponía que tampoco tendrían problema.

Consecuencia: el sábado 8 de Octubre, con un día horrible, llegaba a La Rochelle. Paseé toda la tarde, y cuando oscureció, fui a una panadería, compré una hogaza de pan como «presente», y me puse a patear hacia la casa de mis anfitrionas.

Caminé mucho, junto a la costa; ya no llovía, y era hermoso ver la ciudad iluminada sobre el mar, sentir el pasto mojado y su olor. Naturalmente, me perdí, y no fue sino después de llamar tres veces a la asistente chilena (Margarita aún no tenía celular) y de que ella viniera a buscarme, que llegué a destino.

Nos sentamos a merendar, tomé un té, saqué el pan que había comprado como atención. Naturalmente, el 90% me lo comí yo (pero como contrapartida, a la noche salimos y yo invité con unas tapas muy abundantes y que, esta vez sí, comimos entre todos).

Esa no fue ni la primera, ni mucho menos la última vez que logré currar el alojamiento. El asunto es que, con el paso del tiempo, fueron sucediendo otras cosas más meritorias de ser contadas.


Anécdota Nº 2

Cuando fui citado a la segunda reunión en Poitiers, recordé que Silvia, una asistente española de Angoulême (a mitad de camino entre Jonzac y Poitiers), me había dicho, en la primera reunión, que ella vivía en una casa grande donde sobraba una habitación, y que podríamos ir cuando quisiéramos. De modo que, para evitar dormir nuevamente en el albergue para jóvenes de Poitiers (esta vez, en serio, no era sólo no pagar: les aseguro que cuando uno entra en ese albergue lo primero que reconoce es un profundo, ancestral olor a pata), le escribí a Silvia y dormí en Angoulême.

Podría contar cómo esa noche me fueron a buscar en auto a la estación, y de ahí fuimos a comer a lo de la asistente irlandesa. Es decir, cómo, de pronto estaba charlando y tomando vino como un viejo amigo en la casa de gente que no conocía. O cómo en casa de Silvia me dieron la habitación libre con una cama matrimonial mientras las otras cuatro asistentes que también habían ido a Angoulême dormían en el piso del comedor (a pesar de mi insistencia por dejarles la habitación, como buen caballero).

Pero creo que lo más destacable sucedió otro fin de semana.

Resulta que finalmente me hice amigo de Silvia, y me invitaron un sábado a la noche, porque los asistentes estadounidenses de Angoulême organizaban, en casa de Silvia y Jessica (la asistente inglesa con quien comparte la casa) la cena de acción de gracias. De modo que el sábado a la tarde me fui para allá, y cuando llegué, a eso de las 20, la casa ya parecía un boliche. De hecho, me abrió la puerta un desconocido, no sólo mío, sino también de Silvia y Jessica (ellas mismas me dijeron luego que sucesivamente permitieron entrar en la casa a gente cuya identidad desconocían absolutamente). Había alrededor de treinta personas, música fuerte y poca luz, y una mesa literalmente cubierta de comida. Y no poca gente ya bastante en pedo.

Me contaron que habían empezado a comer a las tres de la tarde (y, a la misma hora, a tomar alcohol) y que la joda continuaba. De modo que me dispuse a aprovechar las abundantes sobras, charlé y bailé un poco, hasta que en determinado momento, cerca de las 22 (en Francia la noche empieza y termina mucho más temprano que en Argentina), nos fuimos los treinta a un bar.

Caminamos en grupos, y cuando yo llegué ya había varios adentro. La gente con la que había ido fue entrando, y cuando me dispuse a hacer lo mismo, el patovica me lo impidió: «Con esa ropa no puede entrar», me dijo. Enormemente sorprendido, pero sin discutir, me di la vuelta y salí.

Francamente no tengo idea de qué prenda planteaba el problema (aunque supongo que fue la bombacha de campo), pero en todo caso no me pareció apropiado intentar una discusión inútil ni joder a mis compañeros. De todos modos, debía decirles lo que sucedía.

Resulta que tres de ellos (un asistente yanqui, la asistente irlandesa y su novio, francés) se re calentaron, fueron a discutir con el patovica, que se mostró inflexible, y terminaron decidiendo que si yo no podía entrar, entonces todos nos iríamos a otro lugar. Así, fueron a buscar a todos los que ya estaban dentro, y nos fuimos, los treinta (a la mayoría de los cuales yo no conocía), a otro lugar.

Todas las muchas otras veces que fui a Angoulême, seguí durmiendo en el cuarto con la cama matrimonial (al que ya llamo, cuando hablo con Silvia, «mi cuarto»), seguí disfrutando de la amabilidad y amistad de los varios asistentes de allí, pero, sobre todo, me puse, siempre, un simple jean celeste.

domingo, 8 de febrero de 2009

CRONICAS QUE VALEN UN PERU (El hospedaje en Cusco)

El hospedaje en Cusco


Tras una costosa bajada del micro, las piernas entumecidas por el adormecimiento sufrido a raíz de la poca distancia existente entre las butacas luego de un viaje que duró más de diez horas, pisé tierra firme e inmediatamente ingresé al edificio de la terminal para ponerme a resguardo del frío áspero de la mañana cusqueña.

Con Ernesto, ya rumbo hacia la ciudad capital del imperio del Tawantinsuyo, nos habíamos preocupado por tratar de resolver qué haríamos al llegar, dado que no habíamos hecho reserva de ningún hospedaje y el horario en que arribaríamos no sería de los más adecuados como para ponernos a buscar, con el peso de nuestras mochilas a nuestras espaldas. No habíamos alcanzado conclusión alguna, pero afortunadamente no fue necesario, dado que en la mismísima terminal, uno era invadido por un batallón de individuos que recomendaban hospedajes y explicaban los beneficios y precios de cada uno. Por lo que luego de una ligera investigación de mercado nos inclinamos por la propuesta de un tipo de treinta y pico de años, bajito y de rulos oscuros que se paseaba por la terminal con un bigote cortito y que prometía que podríamos dormir lo que quedaba de la madrugada sin pagar por ello una noche de más.

El hotel al que íbamos en taxi pintaba prometedor. El volante decía tener duchas con agua caliente y desayuno, además de comodidades como Internet o televisión con cable. Puede resultar ridículo para quienes leen que se mencione la televisión con cable como algo bueno para un viaje como el que estoy narrando. Quién sería capaz de festejar tener cable estando en Cusco, una ciudad reconocida a nivel mundial porque se encuentra cubierta de construcciones coloniales muchas de las cuales tienen un basamento incaico, una ciudad con historia, con imponentes construcciones, una ciudad que en cada esquina emana esencia de Inca. Yo. Es que una de las cosas que se me privó en toda mi vida fue el acceso a la televisión por cable. Acostumbrado de toda la vida a soportar los míseros cinco canales de aire (no cuento el canal América TV porque no tiene buena recepción y parece un canal codificado) con su miserable y patética programación que promueve a salir del encierro, cada vacación que pasé en hospedajes con cable fueron una bendición para mí. No implica esto que no conozca las ciudades que estoy visitando, sino simplemente que, además de ver la magnificencia de los sitios elegidos para conocer, me informo de la existencia de canales como Retro (antes Uniseries), Cinecanal, HBO, Sony, Universal, Animal Planet, etc., y me nutro de su programación, tan inaccesible durante el resto del año. Sin ánimos de ahondar mucho más sobre este punto, agrego que la fecha elegida para visitar Cusco se trataba ni más ni menos que la época de las lluvias, y si bien creímos por un momento que por “época de lluvia” se entendía que cada diez o quince días llovía, lo cierto fue que nos llovió casi la totalidad de las jornadas que pasamos en dicha ciudad. Por lo que tener televisión fue una maravillosa manera de evitar tardes torrenciales a la intemperie, y eso se notó en la variada filmografía observada: Tiempos Modernos, Los fantasmas de Goya, Hombres de Negro, entre algún que otro fragmento de otra película.

El taxi luego de dar un par de vueltas, lo cual no nos importó en lo más mínimo ya que tanto en Perú como en Bolivia no existe el miserable y detestable taxímetro y los precios se acuerdan de antemano, enfiló por una avenida ancha y vacía de doble mano en la que a lo lejos llegamos a divisar un edificio que tenía un cartel que rezaba: “Plaza de Armas”, y tras doblar hacia la izquierda aprovechando que ningún auto pasaba por el carril en contramano, nos metimos por una calle angosta de un solo carril llamada Q’era. Hizo dos cuadras y media y apagó el motor. Habíamos llegado. Mientras sacábamos nuestros equipajes del baúl, el taxista se dirigió a las puertas de madera de gran tamaño y golpeó las mismas con un tocador de bronce con forma de puño. Encima del portal se leía “Hotel Gran Machu Picchu”. La puerta se abrió mientras pagábamos al chofer la tarifa acordada e ingresamos. Tras hacer el check in nos dirigimos hacia la habitación apreciando la interesante casa colonial en la que nos encontrábamos. En el primer patio reposaba un rectángulo cubierto de flores y vegetación protegido por una reja negra de un metro de alto. Luego seguía un corredor techado que desembocaba en el patio trasero. A las habitaciones que daban a los patios se ingresaba a través de una puerta doble, baja, de madera trabada con un pasador-cerrojo antiguo de hierro. Y luego parqué en el suelo, paredes rosadas y techos altos, y un ruido de motor soberanamente hincha pelotas que a cada hora, hora y algo, arrancaba y trabajaba por unos quince minutos. Las camas, manteniendo la impronta colonial, tenían sus maderas trabajadas y si uno se revolcaba demasiado en las mismas podía sentir el crujir de las tablas por debajo del colchón. Enfrentado a las camas, quebrantando la estética virreinal y haciéndonos recordar nuestros orígenes, la presencia de nuestra época actual, un televisor negro de catorce pulgadas.

Por las mañanas el despertador sonaba alrededor de las diez de la mañana para avisarnos que ya era horario de desayuno, por lo que, sin importar la hora en que nos hubiésemos ido a acostar, dábamos un salto rezongón, salíamos al patio trasero, que era al que daba nuestra habitación, cruzábamos al primero adornado con sus plantas, árboles y flores, ascendíamos por una escalera lateral al primer piso y ahí, improvisado en un pasillo, nos sentábamos en unas mesas junto a unos ventanales que daban al patio. El desayuno consistía en un plato con unas cuantas fetas de jamón con el tamaño de una púa de guitarra, cubitos de queso de cabra, aceitunas negras (sí, parecía más una picada que un desayuno) y bolitas de manteca, y además a cada mesa le correspondía una panera, una azucarera y un platito con mermelada. Para beber uno podía escoger de entre tres termos: café, leche o agua caliente, y a su lado, en una canastilla de mimbre, se encontraban a disposición de los comensales los sobres de té puro, mate de manzanilla o mate de anís. Para los infantiles, como Ernesto y yo, no podía faltar el polvo de cacao para hacerse una chocolatada. Finalmente, una jarra de jugo de papaya espeso fingía ser jugo de naranja y solo unos pocos llenaban sus vasos con ello, los que desayunaban ahí por primera vez.

El 31 de diciembre, último día del año, nos había encontrado cansados luego de una excepcional noche del 30 en uno de los boliches de Cusco. De modo que decidimos ir a reservar el tour para ir al Machu Picchu y volvernos al hotel para dormir una siesta. La siesta se prolongó durante todo el horario del almuerzo y al despertar notamos que lo que los oscuros nubarrones vaticinaban ya era un hecho. No encontrando más fuerzas que encender a nuestro amigo televisor nos deleitamos viendo a Chaplin en sus andanzas de Tiempos Modernos y al terminar la película decidimos salir a ver cómo seguía lloviendo.

Si bien nos preocupaba un poco que estuviera tan feo encontrándonos tan cercanos al año nuevo, ya habíamos bajado los brazos de hacía rato. Personalmente sentía que no iba a ser el año nuevo que pensamos al elegir la ciudad. Hasta el momento no habíamos podido tener la posibilidad de conocer a nadie. El hecho de que durmiéramos en un hotel en lugar de un hostel impedía encuentros en lugares comunes, los patios generalmente estaban vacíos, la computadora en la recepción no ofrecía demasiadas chances de generar diálogo con quien la estuviese usando, y en el desayuno las mesas o estaban vacías o eran ocupadas por individuos de edad avanzada que hablaban idiomas desconocidos. Por otra parte, siempre que llovía no me gustaba salir al patio dado que el día anterior habíamos salido a caminar y una tormenta de lluvia y granizo encharcó mis únicas zapatillas. De modo que con las zapatillas todavía secándose en el interior de la habitación, salir a ver cómo llovía para que se me mojaran más, realmente no tenía sentido. Pero esa tarde el patio con su lluvia tenía una luz especial, una razón para salir a verlo, un sentimiento metafísico, esperanzador, que sin explicaciones me hizo calzar las ojotas de Ernesto y salir a verlo. La puerta de la habitación de la izquierda estaba abierta y al rato se asomó una muchacha con un cigarrillo y un encendedor en la mano. Encontrándonos ambos cubiertos por el mismo balcón y salpicados por la misma lluvia, comencé una conversación banal. Muy simpática, comentó que era española, que estaba con dos amigas, coincidió que la lluvia no era lo mejor que podía pasarle a Cusco para año nuevo y finalmente nos ofreció de sumarnos a cenar con ella y quince personas más. No dudamos en aceptar.

Nuestra noche de fin de año comenzaba a modificarse radicalmente.


Ernest ingresa a la habitación del hotel con la clásica botella de agua mineral que nos permitía evitar los efectos del agua cusqueña (muy similares a los efectos del Activia) y su gorrita de lana olvidada en algún hospedaje. De fondo, el compañero de los días de lluvia.

jueves, 5 de febrero de 2009

CRONICAS QUE VALEN UN PERU (Los primeros días)

Los primeros días

Cuando todos los planes armados para excursionar en Bolivia quedaron truncos, Ernesto, con su clásico retruque capaz de mandarte al mazo con un ancho de basto en la mano, no se amedrentó por la situación sino que la aprovechó para soñar más alto. Fue así que se jugó un falta envido con la propuesta de abandonar la idea de visitar Bolivia, y en lugar de ello, recorrer lo máximo posible la República del Perú. Cierto es que me hallé un tanto perdido en el cambio de destino, máxime teniendo en cuenta que no quedaba prácticamente tiempo suficiente que me permitiera averiguar respecto de ese nuevo país que surgía entre las palmarias posibilidades. Desde ya que repicaban en nuestras cabezas las clásicas: Machu Picchu, Cusco y Lima, pero más allá de eso, ¿qué otra cosa podría proporcionarnos el Perú además de esos recurrentes y tradicionales atractivos turísticos? Porque al fin de cuentas no teníamos pensado pasar un mes únicamente en esos tres lugares. Si íbamos a dedicarle un mes a conocer Machu Picchu, Cusco y Lima, la magia que pudieran tener esos lugares se desvanecerían como las virtudes de aquellos a los que con el tiempo vamos conociendo más en profundidad. En la búsqueda comenzaron a aparecer nombres de lugares y civilizaciones como la ciudad de Nazca y la recordada civilización que hacía dibujos en el suelo, únicamente contemplables desde una posición cenital de unos cuantos miles de metros de altura, es decir, sólo pueden apreciarse alquilando un aeroplano o símil que vuele. Pero ahí surgía ya la primera crítica a ese otro atractivo reconocido a escala mundial, a saber, la imposibilidad matemática financiera de juntar ese gasto con los gastos de Machu Picchu y con la idea básica que teníamos de viajar durante un mes entero.

De modo que, para que la idea de pasar el mes en Perú no fuera descartada era necesario al menos un plato fuerte más. Mirando el mapa no tardamos en darnos cuenta lo ciegos que habíamos sido, y entonces encontramos la solución: la costa del Pacífico.

Del Pacífico no sabíamos absolutamente nada. Desconocíamos si las aguas eran frías o cálidas, si las playas estaban pobladas como la Bristol o si eran reductos bacanales como las de Pinamar y Cariló, si eran de areniscas blancas o de canto rodado y vidrio, o si las olas eran suaves y tranquilas como el nombre del océano hace creer o por el contrario su nombre había sido puesto en honor a la ironía. A raíz de estas dudas, comenzamos a hacer averiguaciones a través de conocidos de Ernesto, quienes gentilmente se ofrecieron a ayudar, contándonos sus experiencias en tierra peruana. Fue así cómo nos enteramos de que las playas de más al norte son las que generalmente más se visitan, como Máncora, o Montañitas ya cruzando a Ecuador; que hacia el este hay selva y que luego de cuatro días de travesía en embarcación se alcanza Iquitos, lugar en el que nace el gigantesco río Amazonas. Nos enteramos que ahí se trafican animales de la selva como acá se compran caramelos y que los insectos más pequeños miden como la palma de la mano. De otras averiguaciones paralelas nos enteramos también de la existencia de ciudades limítrofes a Chile, como Tacna, en donde se podían conseguir cosas a precios realmente económicos al hacerse provecho de la carencia de agregados impositivos al producto. Es decir, nos dimos cuenta que un mes no iba a ser suficiente para recorrer todo el Perú, y eso fue suficiente para que nos decidiéramos por pasar allí nuestras vacaciones de enero.

Por cuestiones laborales el viaje se propuso en un principio para el 2 de enero, pero luego de negociaciones, lo pasamos al día 1, y finalmente, tras una serie de pedidos de días laborales a uno y cada uno de los superiores jerárquicos del trabajo, conseguí que se me librara de ir los días 29 y 30 de diciembre. Los planes comenzaban a cambiar y a tomar la forma definitiva. Si en algún momento se había pensado en pasar algunos días en Bolivia, dado el hecho de que teníamos que cruzar ese país para alcanzar Perú, quedó descartado de manera inmediata. La nueva idea que comenzaba a vislumbrarse en nuestras cabezas era un pretencioso año nuevo en la ciudad de Cusco, y para ello, había que aprovechar los días ganados gracias al permiso laboral conseguido.

Fue así como luego de generarle severos trastornos psicológicos a la pobre mujer que nos atendía en la sede de la empresa de ómnibus que contratamos conseguimos cambiar el pasaje al 25 de diciembre a las ocho de la noche. Tras una serie de transbordos de micros y tren alcanzamos Copacabana, Bolivia, el 28 por la medianoche. Con los restaurantes ya cerrados y sin provisiones más que maní, un toblerone y agua mineral, nos dispusimos a cenar en la habitación, pero antes debimos participar en la batalla de las moscas.

Pagar una habitación en Copacabana a tan solo diez bolivianos, es decir, menos de cinco pesos argentinos, tenía indefectiblemente que deberse a alguna circunstancia natural o artificial que impidiera a los dueños aumentar el precio de la misma. Nos quedará la duda de si realmente el precio bajo se debía a que la habitación que nos tocara estaba infestada de moscas o si era económica simplemente porque en Bolivia uno puede cenar todo un menú por el mismo precio. De hecho, y muy probablemente, los dueños del hostal (que recuerdo se llamaba Hostal de la Luna) no habían reparado siquiera en la invasión que atestaba el cuarto en alquiler.

Al entrar y ver la cantidad de moscas que había allí dentro decidimos espantarlas, pero no habiendo logrado el menor éxito luego de veinte minutos de revolear trapos, decidimos dar final a cuanta mosca hubiese en la habitación. Fue así como con un Dorian Gray de tapa dura (prestado por un gran amigo, a quien desde ya le pido disculpas) de arma fuimos dejando las respectivas marcas en cada pared hasta conseguir disminuir la cantidad de insectos a unos pocos. Misteriosamente, cuando parecía que ya no quedaban más, volvían a aparecer nuevos de estos bichos roñosos. Una mente débil podría ver en esto algún carácter místico como que se tratara de alguna de las plagas de Egipto o la resurrección de la carne muerta. Inclusive algún biólogo no actualizado podría haber llegado a plantear que se trataba de un caso de “generación espontánea”. Nosotros, ateos de fe, preferimos no verlo ni como un castigo ni como un milagro ni como una teoría en decadencia, y luego de una serie de pericias efectuadas por el Dr. Fernandez Parral, llegamos a la conclusión de que el hueco del techo, por donde pasaba el cable que sostenía la lamparilla que iluminaba la habitación, era lo suficientemente grande como para que entraran ocho moscas juntas.

Descubierto el misterio, decidimos hacer uso de las tecnologías al alcance de nuestras manos, por lo que con una cinta adhesiva fuimos bloqueando aquella pequeña puerta de acceso. El triunfo fue inminente, y el agotamiento por los extenuantes viajes en tren de Villazón a Oruro, y los micros de Oruro a La Paz y La Paz a Copacabana, sumado al largo conflicto con las moscas, y la ausencia de una buena alimentación, generó que tan pronto como apoyáramos la cabeza sobre el intento de almohada que yacía sobre las respectivas camas, cayéramos en un profundo letargo del que sólo pudimos salir al día siguiente, cuando la habitación se vio cruelmente invadida por un sol mañanero que se filtraba a través de las no muy demasiado opacas cortinas de la habitación.

Al levantarnos y tras sufrir un duchazo de agua helada, salimos a recorrer la ciudad que la noche nos ocultó durante nuestro arribo. Copacabana fue un oasis en un desierto. De venir de pasar velozmente por ciudades como Villazón, un enorme barrio de Once con productos folklóricos made in china, donde turista que pasa es turista que viste casacas, ponchos o pullovers andinos, gorritos collas o pantalones coloridos, o bien compra licores y bombones de países europeos a un precio tercermundista que genera dudas hasta en el más de los despistado, o la ciudad de Oruro, chata y gris, con sus ferias callejeras que impiden caminar tranquilamente por allí, o la ciudad de La Paz, ciudad que impacta por ubicarse en un pozo enorme que contiene miles y miles de construcciones muy semejantes entre sí y que comparten el mismo color ladrillo, nos encontramos en esta pequeña ciudad colonial con el lago Titicaca como vecino y esa tranquilidad tan poco característica de las grandes urbes. Lamentablemente, los tiempos corrían para nosotros, porque de haber podido nos quedábamos un buen rato allí estancados, entre el Titicaca, la isla del Sol y la Luna, la plaza con su catedral monstruosa, y el económico hospedaje ya sin moscas luego del efectivo trabajo realizado la noche anterior.

El viaje prosiguió con el cruce a suelo peruano, desembarcando en la Terminal de Puno, para hacer una excursión a la isla de los Uros, donde unos pseudos-aborígenes viven o fingen vivir en islas flotantes hechas a base de totora (juncos) y raíces de totora en la base, y que comen de lo que les da el Titicaca y sobre todo de los soles que los turistas gastan a diario al visitarlos, al comprar artesanías de totora o al llevarlos gentilmente a pasear en sus embarcaciones y luego de cinco minutos de remar les cobran cinco soles, compitiendo cabeza a cabeza con la injusta bajada de bandera de los taxímetros de Buenos Aires.

En la excursión también disfrutamos del primer guía del viaje, un peruano de campera roja que hablaba un inglés muy básico y hacía chistes como: “El Titicaca es compartido por Perú y Bolivia. ‘Titi’ por el lado peruano, ‘caca’ por el lado boliviano.”

Al final del día, salimos en un micro de mala muerte con los asientos pegados entre sí, sobrepoblado de tal manera que gente debía viajar sentada en el suelo del pasillo y con un baño tan pestilente que mejor hubiera sido que no tuviera, rumbo a la ciudad de Cusco, en un viaje que duró aproximadamente diez horas.

Pese al sufrimiento y la incomodidad, estábamos felices. Era 30 de diciembre por la madrugada cuando sentimos por vez primera el frescor de la noche de Cusco en nuestros cuerpos. Acabábamos de lograr uno de los objetivos propuestos: llegar antes de año nuevo al ombligo del mundo.


El ruso Salzman se rasca el muslo derecho paranoico por los insectos
que convivieron con él durante la noche en el hospedaje de Copacabana.
A sus espaldas, el magnífico Titicaca siendo surcado por numerosas embarcaciones.